domingo, diciembre 10, 2017

"Twin Peaks: the return", ¿la mejor película del año?


Curiosa polémica se ha desarrollado estos últimos días por culpa de la avalancha de listas de “las 10/20/25/whatevah películas de 2017” que están apareciendo en los más (y hasta en los menos, no eres nadie sin tu lista) (no he hecho ninguna lista, ergo etcétera) renombrados medios, digitales o no. Algunas de ellas están incluyendo “Twin Peaks: the return”, que hasta el momento todos (excepto David Lynch) creíamos que era una serie. Una de estas listas es la de la prestigiosa Cahiers de Cinema (que no solo es prestigiosa por su contenido e historia, sino porque está escrita EN FRANCÉS, lo cual multiplica por -n su factor gafapastil-pipa&monóculo), que no solo la sitúa entre los diez mejores largometrajes del año, sino que además cree que es el mejor. No es la primera vez que hace algo así: en 2014 consideró que la mejor película de aquel año era una miniserie francesa (y por tanto prestigiosa) en cuatro episodios del canal Arte, “P’tit Quinquin”, que no solo comparte ese (prestigioso) honor con “Twin Peaks”, sino que también fue presentada en el festival de Cannes. Ahora que lo pienso, quizás esto significa que lo que transforma a una narración episódica en un largometraje es ser estrenada en Cannes. Magnífico, pues nada, aquí se acaba el artículo, ¿ves qué fácil? A merendar.

A esto Ferrán Adriá le llamaría "brunch deconstruido"


Vale, quizás no sea tan sencillo; el chocolate me ha abierto la mente (esto me lo decían mucho los yonquis de mi barrio) (espera un momento). Hagámonos preguntas, que es fin de semana, somos mayores, no salimos por las noches y no tenemos nada mejor que hacer. En primer lugar, ¿por qué no se formó esta polémica en 2014? A fin de cuentas, ya existía twitter, ergo cualquier estupidez es carne de polémica. Podemos elucubrar, y lo haremos, que la repercusión de la miniserie francesa fue muy, muy (pero muy) inferior a la de “Twin Peaks”. Las razones son tan obvias que no insultaré al lector (literal: UN lector) enumerándolas. Un inciso: de “P’tit Quinquin” solo vi el primer capítulo, su extraño humor me arrojó a patadas de su visionado. Pero, ¿la habría visto entera si la hubiese presenciado en una sala de cine? ¿Hubiese cambiado mi percepción de ella? Estas son tan solo dos preguntas de las muchas que voy a arrojar a vuelo de pluma y que probablemente queden incontestadas porque, bien, no tengo todas las respuestas. Es un blog gratuito, no sé qué esperabais.

Decíamos ayer (ayer=párrafo anterior) que el debate presentado en este artículo se ha abierto arduamente en 2017 y no en 2014 debido a etcétera. Los fans de Lynch son muy fans, y entre estos uberfans hay muchísimos periodistas, lo cual encarniza y publicita el combate. Los que consideran “TP:TR” un filme, además, se apegan a un estigma repetido por su héroe durante algunas entrevistas concedidas antes de su emisión: “siempre la concebí como una película de 18 horas”. Pero quizás habría que situar la sentencia en su contexto: el director afirma con contundencia que para él no hay diferencia entre televisión y cine, y parece aludir específicamente al proceso de creación y rodaje. Los que defienden que es una serie de televisión lo tienen tan fácil como, saludad a Perogrullo, argumentar que se emitió por un canal de televisión. Pero, ¿es tan fácil delimitar la diferencia hoy en día? ¿No han evolucionado la industria, los espectadores y sus vías de comunicación lo suficiente como para poder estipular nuevas fronteras? Veamos.

Hace 40 años una controversia de este tipo era absolutamente impensable. No solo las películas las veías en el cine y las series en la tele, sino que las diferencias en los presupuestos, la manera de filmar, de encuadrar, de narrar eran abismales. Ya solo la ventana de visionado que suponía el 4:3 de todos los televisores del universo suponían una ruptura total con el estilo cinematográfico. Existía, sí, el subgénero llamado tv-movie, o telefilme, películas realizadas por, y para, formato televisivo; su complejo ante sus hermanas mayores cinematográficas era tal que aún hoy se utiliza el término peyorativamente (quedaos con la copla, volveremos a ella). Sin embargo, poco a poco esos márgenes se fueron licuando, esos límites se fueron difuminando, siendo probablemente la “Twin Peaks” original la primera gran ruptura de fronteras. Lo que vino a continuación, y en particular a partir de que HBO entra en la cancha cual Darth Vader en ESA escena de “Rogue One”, es historia de la televisión, en la que no me voy a extender porque tengo partido de badminton. Las series empezaron a rodarse y emitirse como si fueran largometrajes; se veían, sonaban y olían como tales; se abandonaba el patrón episódico procedimental y se serializaban radicalmente las narraciones, de manera que se podía profundizar en las historias y en sus personajes, gracias al tiempo que te permitía el formato (y que el largometraje te niega: cuenta tu historia en dos horas o MUERE); y, por si fuera poco, el 16:9 vino a nuestros televisores a quedarse. Una (r)evolución monstruosa que obliga a repensarse los límites de uno y otro género, y cuáles son las circunstancias que los establecen. Y sí, habéis acertado: han sido cuatro párrafos de introducción hasta llegar a THE POINT. Para que alguien me pregunte luego por qué no escribo nunca. En fin.

Los límites del etcétera. ¿Los marca, como le susurra a Lynch su sensibilidad, el proceso de creación y rodaje? Parece complicado aseverarlo. Hoy en día, solo las series de canales generalistas, de 20-24 episodios por temporada, ruedan mientras emiten, con calendarios apremiantes y, en ocasiones, decisiones tomadas sobre la marcha en base a audiencias (en cine también existe este modo “cadena de montaje”: ver, snif, el universo DC/Warner). El 95% de series que podríamos “confundir” con películas filman sus temporadas enteras antes de su emisión, y muchas veces se han diseñado varias temporadas antes de incluso presentar el pìloto a la cadena. Lo que ha hecho Lynch en ese sentido no se aleja de lo que hayan podido pergeñar David Simon, Damon Lindelof, Matthew Weiner, David Milch o Noah Hawley con sus creaciones. ¿Podríamos considerar “Mad Men” como un filme de siete temporadas?


Don Draper viendo "Arrival"


¿Y si los límites entre ambas expresiones audiovisuales los determina la ventana de emisión? Aquí sería fácil argumentar que una serie ES televisión porque se emite por esa vía. Incontestable. Pero hay matices, dependiendo del punto de vista que adaptemos. Es fácil catalogar a HBO, AMC o Showtime como canales tradicionales de televisión, pero cuando hablamos de Netflix, Amazon Video o Hulu llegan los problemas. No son canales propiamente dichos, sino plataformas de streaming multimedia que ofrecen contenido propio, y aquí el palabro clave es “multimedia”: ordenador, smartTV, tablet, móvil, les da igual dónde y cómo lo veas mientras lo veas: su gran baza es la movilidad. Volvamos a la copla de las tv-movies de dos párrafos más atrás, si es que no os habéis dormido todavía. Ya solo faltan dos párrafos, ya casi estáis.

HBO realiza de vez en cuando telefilmes; con grandes presupuestos y estrellas de renombre, pero se les sigue llamando así, tv-movies. Netflix no. Quiero decir, sí hace películas, con grandes presupuestos y estrellas de renombre, pero se les llaman películas. A nadie se le ocurre sostener que “Beasts of no nation”, “Okja” o “Mudbound” son telefilmes; en cambio, “Wizard of lies” o “Phil Spector” sí lo son. Y no es una cuestión que se circunscriba a la conversación cultural: basta un repaso por las nominaciones de los Globos de Oro para confirmar que este es el standard. Esto parece confirmar que los límites entre cine y televisión los determina la ventana de emisión, pero nos hemos adscrito al punto de vista de la industria. ¿Y el del espectador? En un universo cultural multimedia (palabro again) más globalizado que nunca, los contornos se desvanecen y adoptan formas inopinadamente líquidas. Disfrutamos de series y películas (y no empecemos con los documentales serializados) a través de las mismas ventanas, deglutiendo y regurgitando quintales de entretenimiento cultural en los hogares, de camino al trabajo, en nuestras habitaciones, en casa con los amigos o en la cama antes de dormir. Ahí no hay diferencias entre HBO y Netflix, Showtime o Filmin, todo es lo mismo. Así que quizás lo que realmente separa a ambas artes audiovisuales no es su ventana de emisión (hoy en día variada y múltiple) sino la experiencia del espectador. Un filme no es solo un filme porque se proyecte en una sala (la mayoría de ellas ya no se ven, snif al cuadrado, en una sala de cine), sino porque el espectador “siente” que es una película. Y una serie no es una serie solo porque se muestre en secuencia episódica (lo que convertiría al universo Marvel en una gigantesca serie) sino porque el espectador la siente, la disfruta y la experimenta como una serie, sea con la impaciente espera semanal, o con los exhaustivos maratones a los que te obliga el condenado botón del averno que te murmura, implacablemente seductor, eso de “siguiente episodio en 5 segundos...”.

Foto del piloto internacional cuyo único objetivo, como las demás, es que el post parezca menos coñazo

Mi experiencia me dice que “Twin Peaks: the return” es una serie, y por tanto no cabría darle tratamiento de largometraje en ningún listado de mejores filmes, ni aunque esté escrito en francés. Y esto no es un menoscabo de su indiscutible grandeza como obra artística. Sin embargo, establecido esto, no puedo dejar de pensar en las vicisitudes que ha recorrido esta serie desde sus inicios, saltando continuamente de género. Su piloto se estrenó como película directa a vídeo (con un final diferente y cerrado) en Europa, debido al temor de que ABC no aprobara la serie. Algunas de las ideas de esa película (Bob, la escena de la habitación roja) se retomaron para la serie, y además han resultado ser icónicas. Después de que la serie se cancelara, Lynch decidió rodar “Twin Peaks: fire walk with me”, filme que arrancaba con un plano en el que se destrozaba un televisor, una metáfora, permitidme decir, muy poco sutil. Por supuesto, es imposible entender la película sin haber visto la serie. 27 años después, David Lynch y Mark Frost construyen una tercera temporada de la serie cuya comprensión es casi inviable sin haber visto la película (vale, y habiéndola visto TAMBIÉN) (pero por lo menos sabes quién es la tetera gigante que habla). En definitiva, no se me ocurre mejor ejemplo de retroalimentación entre cinematografía y televisión que “Twin Peaks”. Así que a lo mejor sí que es justo que aparezca en un listado de mejores largometrajes del año 2017. Y más si es en francés.


miércoles, septiembre 06, 2017

Who's the dreamer? (paseo por "Twin Peaks: The Return")



Un blog que se llama "La logia negra", por muy abandonado que esté, no puede ignorar un acontecimiento tan directamente relacionado con su diseño y existencia misma. Retorno por un instante (o quizás han pasado 25 años) (¿en qué año estamos?) para arrojar sobre el teclado mis impresiones, sentimientos, conflictos, dispersiones e incertezas sobre el final de este evento televisivo y artístico que ha sido "Twin Peaks: The Return". Aunque planeaba volver a ver los dos últimos episodios antes de ponerme a escribir, en aras de una mayor claridad mental (ja), finalmente he decidido no hacerlo. Se presenta por delante, por tanto, un texto rugoso, sin pulir, inconexo, mal estructurado (o mejor dicho, no estructurado), asilvestrado, escupido desde la salvaje entraña de lo desconocido, del conflicto interno entre querer y no querer entender. Desde lo más lynchiano de uno mismo, supongo. Let's rock. I am marcbranches and I sound like this.

SPOILERS ALERT, OF COURSE

El viaje. Sentarse a ver cada lunes un capítulo de TP:TR ha sido una experiencia televisiva (artística) maravillosa, irrepetible e inigualable, un salto al vacío semanal derivado de la absoluta inviabilidad de anticipar nada de lo que iba a presenciar, un desafío sensorial e intelectual, una invitación al amor y al odio al margen de cualquier impulso nostálgico. Desde un primer momento, han convivido dentro de mí (y dentro de todo fan más o menos preciado) la frustración y la fascinación con una naturalidad tan aterradora como el último grito de Carrie Page. Agentes de frustración: las escenas eternas, Jerry Horne, la certeza de que Dougie llegó para quedarse, subtramas que iban y no venían, Audrey, Audrey, Audrey. Agentes de fascinación: la huida de la logia negra, la reconversión de Bobby Briggs, el episodio 8 entero, el despertar de Coop, "Ladys and gentleman: Audrey's dance", Candy, la evolución de Phillip Jeffries. Una montaña rusa inacabable. Han sido decenas de artículos devorados, horas del imprescindible podcast de Entertainment Weekly sudadas en el gimnasio, la mayoría de episodios revisitados: así de profunda ha sido mi inmersión en este nuevo universo de Twin Peaks.




El nuevo mundo. Un nuevo mundo en el que David Lynch y Mark Frost han huido de la nostalgia y de la repetición de la fórmula como el correcaminos del coyote, han expandido la mitología de la serie hasta, literalmente, salirse de la misma historia (más al respecto en una nota posterior) y han decidido que, qué cojones, nunca se reinventa la televisión suficientes veces. A costa, eso sí, de conseguir audiencias casi residuales y el abandono progresivo de muchos de los antiguos y aturdidos fans de la serie. Dicen que Showtime, a pesar de las frías cifras, está contenta por la repercusión mediática del fenómeno y porque han aumentado considerablemente los suscriptores. Lo que está claro es que un proyecto de este calibre, de este riesgo, solo era posible en 2017, en la era de la Peak TV. Así que demos gracias, peakers, por vivir en esta época.




Kyle McLachlan. Ha sido un revival pleno de grandes momentos interpretativos: el monólogo final de Laura Dern-tulpa, el arrepentimiento de Tom Sizemore, las réplicas del malogrado Miguel Ferrer, la brutal química entre Robert Knepper y Jim Belushi, e incluso el propio Lynch dando nueva vida a Gordon Cole. Pero lo que ha hecho en esta temporada Kyle McLachlan debería proporcionarle nominaciones para los Emmy, los Golden Globes, los Grammy, el Balón de Oro, el Masterchef y algún que otro Nobel. Ha interpretado cinco (sí, cinco, no me he descontado: luego lo explico) personajes diferentes, algunos solo sutiles variaciones de tono, otros de características antagónicas. Y ha salido triunfal de todos y cada uno de ellos: el aterrador mr. C; el breve Dougie primigenio (regordete y bastante loser); el Dougie definitivo, portador de la esencia más pura del Coop original; Dale Cooper en toda su gloria (el switch con el que "se enciende" en el episodio 16 es ídem bendita, con qué facilidad reencuentra a "su" personaje); y el Cooper del episodio final, ese "Richard" a medio camino entre todos estos Coopers, instalado en un área más grisácea, despojado de la pureza del esencial. Vamos a ello, pero era de justicia pararse en el actor fetiche de Lynch y el pequeño milagro interpretativo que ha pergeñado.




El ¿final? Llevo tres días peleándome conmigo mismo sobre las sensaciones que me ha provocado este desenlace, ya historia de la televisión, de TP:TR, ante el que me creía sensorial e intelectualmente preparado (ja al cuadrado). Mi primera reacción ante el desarrollo del último episodio y su remate fue de frustración, de derrota y de desafío perdido por no entender lo que había sucedido, así como por la falta de respuestas. Hay una reflexión florecida en aquel instante que aún no me ha abandonado, y que se resume en que este final relativiza en exceso todo lo ocurrido durante las 17 horas anteriores, incluso habiendo aceptado de antemano que iba a haber historias no cerradas y fragmentos ininteligibles. Pero a medida que pasan las horas la mente se me va abriendo, y me alejo de las expectativas que había predispuesto en mi (pre)juicio. No puedo, ni sé, ni debo, descodificar el final, no tengo la clave, ni siquiera "una" clave, ni conclusiones, ni pistas, ni deducciones. Pero sí tengo alguna cosa que decir.




What year is it? El enfrentamiento del penúltimo episodio entre Cooper (o mejor dicho, Freddy, o lo más parecido a un superhéroe que habrá escrito Lynch jamás) y mr. C en la comisaría de Twin Peaks, ante varios pares de atónitos ojos, con la reconfortante victoria del bien sobre el mal, es lo que podríamos considerar el final tradicional ("tradicional" al estilo lynchiano, claro) de la serie. Extraño y peculiar, grotesco incluso, pero más o menos lo que estábamos esperando. Pero Cooper ve a Naido/Diane y todo empieza a tomar un cariz indescifrable. Nuestro querido agente se despide de todo el mundo de tal manera que parece definitiva, cruza la puerta oculta del Great Northern Hotel, y ahí arranca el VERDADERO final de la serie, y aquí voy a ser lo más aséptico y concreto posible. Cooper viaja al pasado (visto en "Twin Peaks: Fire Walk with Me", película continuamente reivindicada por Lynch durante esta temporada) para evitar que Laura se dirija a su cita con Leo y Jacques y sea poseída por Bob. Y lo consigue, parece: volvemos a ver la escena inicial original de "Twin Peaks", Pete sale a pescar, pero no hay cuerpo de Laura que descubrir. Sin embargo algo singular ocurre: Sarah Palmer (en una escena de la actualidad, ojo), poseída, en mi opinión, por The Experiment (ahora llamada Judy), rompe y rasga la foto de su hija en un arranque de ira desbocada. El Cooper de 1989 pierde la mano de Laura, que ha desaparecido.

Cooper se despierta en una realidad alternativa en la que se llama Richard; aunque mantiene los recuerdos del Cooper original, no es exactamente el mismo. Hay trazos de mr. C en su comportamiento. Pero su misión es encontrar a Laura, y lo hace. Solo que en esta realidad Laura es Carrie Page, una redneck sureña que también es aficionada a mezclarse en turbios asuntos (es su destino, Judy siempre va a ir a por ella, puesto que es el agente del bien que envió The Fireman) y no recuerda nada de Laura Palmer ni sabe siquiera dónde está Twin Peaks. Cooper no desfallece y la lleva hasta allí, hasta la casa de su madre. Excepto que ahí no vive, ni ha vivido nunca, ninguna Sarah Palmer. De repente, un cansado y derrotado Cooper parece darse cuenta de que algo va muy mal, se siente desorientado, no sabe dónde ni cuándo está. Se escucha a Sarah llamando a Laura, quizás sea real o quizás un eco de otra realidad a la que Carrie ha accedido en ese momento. Carrie (quizás Laura) (sí, un montón de "quizás", no sé qué esperabais) grita espantada. El mal siempre gana por mucho que el bien se esfuerce, por mucho que el esfuerzo dure 25 años.




El soñador. En mi opinión, hay dos escenas claves durante estos dos episodios finales, que podrían explicar un poco las intenciones de Lynch; una a nivel puramente narrativo, la cara superpuesta de Cooper en el clímax del 17; la otra, a nivel metatextual, Laura susurrándole a Cooper en la Habitación Roja durante los créditos del episodio final. Esta última nos viene a decir que nunca vamos a saber EL SECRETO, sea el que sea (recordemos que el plan inicial de Lynch/Frost para la serie era NO desvelar jamás el asesino de Laura Palmer), que hay preguntas que nunca podremos responder, jeroglíficos que nunca son resueltos. Para teorinómanos (ojo al palabro, marcbranches©), la cara de pavor de Cooper es bastante notoria.

La cara superpuesta podría sugerir que Cooper, o una versión de Cooper, está soñando toda esta historia; como le dice "the evolution of the arm", "is it the story of the little girl down the lane? is it?". Exactamente a misma frase que dice Audrey en una de sus descolocadas intervenciones con su "no marido" Charlie, lo que también podría sugerir que Audrey también sueña su historia, en este caso plena de actuaciones musicales en el Roadhouse y conflictos con gente llamada Billy, Chuck o Tina. O no: tengo que decir que la no resolución del asunto de Audrey, y en general su tratamiento durante la temporada, me ha mosqueado bastante, y aquí sí que no hay conflicto interno ninguno. Me parece un desprecio a uno de los personajes más icónicos de la serie. Pero sigamos por el camino de los sueños.

¿Es quizás la escena del sueño de Cole con Monica Bellucci la clave de todo esto? Recordemos las palabras de la diva italiana, "we are like the dreamer who lives inside the dream. But who is the dreamer?" Gordon Cole queda meditabundo. ¿Y si esta fuese la escena más metatextual de la historia de la televisión? ¿Y si nos mostrase a un personaje (Cole) adquiriendo consciencia de que ES UN PERSONAJE, que además está interpretado por el soñador, que no es otro que Lynch?

A fin de cuentas, ¿no es TP:TR un recuento de todas las parafilias, obsesiones y referentes de Lynch? ¿No es obvio que hay mucho de "Mullholand Drive" o "Inland Empire" o "Blue Velvet" en ella? ¿No son obvios esos homenajes más o menos encubiertos a "Sunset Boulevard", a Tarantino, a Jacques Tati, a Hitchcock, a la propia Bellucci, a todo lo que le gusta o admira?

¿Es David Lynch, uno de los mayores soñadores del cine contemporáneo, "the dreamer"?




Insisto: no intento explicar ni el final, ni la temporada, ni la serie. Estoy seguro que no existe clave de desbloqueo, y quien esperase lo contrario no sabía dónde se estaba metiendo. Hay una amalgama de historias, unas cerradas, otras completamente abiertas, hay un universo que se expande, mucho más grande que Twin Peaks, Laura Palmer, Dale Cooper y demás acompañantes. O quizás no; quizás la historia esencial, la historia de la que se nutren todas las demás, sea la historia de la joven que vive al final de la calle. Haya sido o no el final (hasta el domigo estaba convencido de que no habría cuarta temporada, ahora no lo sé), gracias David Lynch, gracias Mark Frost, por este prodigioso viaje.




domingo, abril 02, 2017

Storytelling, o cuando menos siempre es más



Retomo (hoy excepcionalmente, no se me malacostumbren) el viejo blog desde sus requemadas cenizas, a causa de mi bien enraizada incapacidad para la concreción y la brevedad del titular, además de mi falta de talento para el clickbait, maravillas comunicativas personales que me mantienen a salvo de, líbreme Batman, alcanzar las 3 cifras en cualquier red social que me (des)precie. La prueba fehaciente, este primer párrafo. A ver si hay más suerte con el segundo.

A donde quiero llegar es que hay una idea rondando por mi cabeza desde que cometí la torpeza de ver “Assassin’s Creed” y que pretendía desarrollar en twitter. Peeeeeeeeero. Los hilos largos de twitter me suelen parecer un coñazo, y por pura coherencia (y empatía hacia mis posibles damnificados, también llamados “followers”), y teniendo en cuenta la ineptitud antes referida, sumada a la incesante lluvia que asoma el ventanal y que siempre es influjo de introspección y ensimismamiento (y si a esta frase le añadimos un perro durmiendo y una barca al pairo, ya tenemos una canción de Manolo García), encontraremos la respuesta a esta momentánea resurrección. Vale, el segundo párrafo ha sido peor todavía. Céntrome.

Hay gente que se sorprende cuando digo que “Mad Max: Fury Road” es un filme que está cerca de ser, si no lo es de facto, una obra maestra. Sí, es una de las mejores películas del género de acción de los últimos 25 años; pero también es uno de los mejores largometrajes del último lustro, así, a secas. Lo más común es maravillarse por la demencial imaginación de sus escenas de acción, por la precisión relojera de su montaje, por el sobrenatural detallismo del diseño de producción, o por la majestuosa saturación de su fotografía. Se suele dejar un poco de lado la eficacia de su narrativa, y en mucho espectador no avezado deja la sensación de que hay poca historia; al fin y al cabo, son dos persecuciones con hordas automovilísticas, y no hay mucho más.

Error.

No es mejor un guión cuanto más complicado es, o más cosas te cuente, sino cuanto mejor transmite a través de los medios que el arte cinematográfico ofrece.

En narrativa (encuentro más evocador el término anglosajón, “storytelling”), nada hay más complicado que explicar un universo entero, sin agarre en el mundo real, en un espacio de tiempo tan limitado como el que ofrece una película. La cinta de George Miller (recordemos, setenta años cuando estrena el film. Un 7 y un 0. 70. Palos) triunfa arrolladoramente donde la de Justin Kurzel se cae por el barranco: en la transmisión de un universo propio. Y no me refiero, ojo, al diseño de producción; sí, el de “Fury Road” mola mucho más, pero este no es el caso. Hablo de cómo al final de la proyección, uno sale con la sensación de conocer perfectamente el mundo en el que transcurre el filme de Miller: cómo funciona la dictadura de Inmortan Joe, la economía de intercambio con otras “ciudades”, las variaciones del lenguaje específico que se utiliza, las diferentes “castas”… Es todo un universo explicado y desarrollado a la perfección, con poquísimas líneas de diálogo y exposición, y a través de unas atronadoras y espeluznantes escenas de acción que parecen (solo “parecen”) no dejar espacio para nada más.

Y es precisamente aquí donde entra derribando la puerta “Assassin’s Creed”: como contrapunto a “Fury Road” en la idea que trato de desarrollar.

La cinta de Justin Kurzel es uno de los mayores desastres cinematográficos a nivel blockbuster que me he echado a las gafas en varios años. No entraré a analizar los detalles del por qué, puesto que no hemos venido a jugar a esto. En lo que nos ocupa, la narrativa, sería justo decir que su historia es más “complicada” que la de “Fury Road” (o, por ejemplo, “Gravity”, otra a la que se la suele acusar infundadamente de “simple”). Bien, lo que es seguro es que su guión suma más caracteres. Por lo demás, es un estropicio de dimensiones apocalípticas, que entre sus muchas incapacidades podemos contar:
- No sabe qué hacer con sus personajes principales, ni dotarles de una ínfima chispa. Una mínima empatía con alguno de ellos (reputadísimos actores) (Marion, esta ha dolido) resulta inviable. El filme confunde torticeramente grisura moral con apatía vital.

- No sabe desarrollar un universo con amplias posibilidades como es el de la época de la Inquisición, abandonándolo a un entorno de videojuego random, que además, es visualmente infame.

- Los niveles de confusión son tales que resulta prácticamente imposible discernir las motivaciones de ambos bandos de la historia, supuestamente antagónicos, para… bueno… hacer lo que se suponga que hacen.

- Para rematar, no hay ni clímax. La prometida (porque el guión y el montaje apuntan a ello) batalla final es una conversación estúpida y una garganta cortada.

Seguro, “Assassin’s Creed” cuenta más cosas, desde un punto de vista, si se me permite la paradoja, “matemático”, que “Fury Road” y “Gravity” juntas… excepto que en realidad no lo hace. No entraré a analizar “Gravity” para no alargar (todavía más) este artículo de guerrilla; tan solo señalaré que alguna de las capas de significado de la película son casi obscenamente obvias. El concepto de renacimiento, porelamordekubrick.

Conste en acta que he armado el post con herramientas extremas, tanto en un lado como en otro. Pero así como “Fury Road” y “Gravity” son rara avis en su capacidad de expresar ideas a través de las imágenes, de narrar a través de la acción, “Assassin’s Creed” es un ejemplo muy paradigmático y extendido (aunque no a esos niveles de hecatombe) entre el cine “industrial” contemporáneo. Cine en el que se tiende a atiborrar de requiebros y giros los guiones, extender las historias a lo ancho y vaciar el núcleo, con el único objetivo de sorprender a un espectador cada vez más hierático, más escéptico y con menos capacidad de asombro.

Y así, mientras tanto, una industria, la hollywoodiense, que cada vez invierte más millones en los grandes proyectos y menos en los pequeños, más en las franquicias y menos en las historias originales, se va distanciando lenta pero progresivamente de una masa espectadora que mantiene unas engañosas cifras de taquilla. Engañosas porque buena parte de ellas provienen de consumidores provenientes de otras artes: cómics, sagas literarias, videojuegos, etcétera, que van al cine más a disfrutar de un travestismo artístico que de una experiencia puramente cinematográfica.

Por fortuna, nos quedan esos Miller, Cuarón o Villeneuve que, de vez en cuando, cometen la osadía de intentar fascinarnos con sus bellísimas imágenes y la historia que transmiten a través de ellas.